El simple hecho de que en pleno siglo XXI se hayan suscitado acaloradas discusiones en Puebla en torno a la instalación de parquímetros en la capital de la entidad exhibe el nivel de aldea que aún tenemos en la cabeza, o dicho de manera más precisa: el rezago en materia de movilidad del que son presa amplios sectores de la sociedad que siguen aferrados a una idea provinciana de la res urbana.
No tenemos que irnos a las experiencias de ciudades como Estocolmo, Ámsterdam, París, Dublín donde altísimas tarifas han cuadrado con una política que inhibe el uso del automóvil acompañadas, desde luego de algo que desconocemos en tierras camoteras, la dignidad e impecable planeación de un sistema de transporte eficiente.
Tampoco necesitamos recordar las bondades que han probado estos “inventos del hombre blanco” en Tlaxcala o en Cholula; mejor reflexionemos en torno a una pregunta simple: ¿por qué en Teziutlán nadie hizo escándalo cuando se instalaron los parquímetros hace más de dos años? Por la misma razón que ha funcionado el sistema 1×1 prácticamente en todos los municipios de la entidad que han decidido implementarlo mientras que los automovilistas de la capital necesitamos de un semáforo hasta en una cerrada y, sin embargo, el artefacto de colores no es ninguna garantía para inhibir accidentes y volcaduras inimaginables en calles cuyo límite de velocidad no debe exceder los 30 kilómetros por hora.
La respuesta a la pregunta de Teziutlán ya es obvia: el barbarismo automotriz está tan arraigado a los habitantes la ciudad de Puebla como el gusto por los chiles en nogada.
La calle no debe ser gratis para nadie que se atreva a introducir un vehículo al Centro Histórico. Y de hecho no lo ha sido nunca, los franeleros de la zona cuentan con una variedad impresionante de tarifas fijas que descansan en una ilegalidad manifiesta: la apropiación del espacio público.
Organizados, y buena aparte coludidos con las bandas de roba autopartes que operan en la ciudad han contribuido, junto con el comercio informal, a convertir la vía pública en patrimonio exclusivo de su miseria en detrimento de la inversión y generación de empleos del comercio establecido.
La ciudad incluyente de Claudia Rivera fue un proyecto que fracasó en las urnas y en la opinión pública por una serie de atropellos, corruptelas, e ineficiencias conocidas en el marco del subejercicio más grande en la historia reciente de la Comuna.
Entendámoslo de una buena vez que la ciudad es de quien la mantiene, de los contribuyentes que no son necesariamente la masa de los electores; para ellos siempre estará la 4T que entre sus disparates perfectamente puede crear un programa emergente, “franeleros bienestar” si me permiten la propuesta; o mejor aún, un subsidio a la desocupación –quizá con eso finalmente superen el escándalo López Beltrán– que finalmente consolide la política social como una asistencia permanente a la pobreza a cambio de mover conciencias y sustentar carteras electorales.
Que gobierne quien vino a gobernar, que se instalen los parquímetros donde técnicamente sean viables, y que la 4T apapache a sus amados franeleros con algún programita bienestar.
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