Segunda vuelta, ¿para el 2024?

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“Es una reforma destinada a afectar la representación y el equilibrio de las minorías y mayorías, llevando el control de los comicios hacia el ámbito del gobierno federal.”
Conferencia del Episcopado Mexicano

Poco a poco va tomando forma el anuncio que hizo el presidente Andrés Manuel López Obrador durante La Mañanera del pasado 29 de marzo, el mismo que dejó boquiabierto a cualquiera que alguna vez haya leído y comprendido la base constitucional del derecho electoral, incluyendo al Episcopado Mexicano.

Desde aquella reforma de apertura controlada de 1977, cuando el PRI todavía era la bancada hegemónica en el Congreso, pasando por la llamada “reforma definitiva” de 1996 que abrió paso a la primera cámara de gobierno dividido en San Lázaro en 1997, sentando las bases del triunfo de Vicente Fox en el año 2000; durante todo ese tránsito de casi medio siglo de desarrollo político nacional: ningún presidente, ni Felipe Calderón en 2007 ni Peña Nieto en 2014, se habían atrevido a convertir una calentura populista en una iniciativa de reforma.

El centro de la iniciativa de López Obrador consiste en que cada uno de los Poderes de la Unión proponga 20 perfiles para renovar el Consejo General del Instituto Nacional Electoral (INE), junto con otros 20 destinados a la conformación de la sala superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF); desde luego la innovación está en que ya no sería la sumatoria de las fracciones de la representación interesada en el Congreso de la Unión quien tenga la última palabra en el proceso de selección de consejeros y magistrados, sino el grueso del electorado mexicano.

¿Con qué recursos harán campaña en 32 entidades federativas académicos y jurisconsultos propuestos por cada uno de los poderes de la Unión? O mejor aún: ¿desde cuándo el pueblo bueno y sabio, presa de una educación precarizada, está capacitado para elegir cuerpos técnicos que no representan a nadie y que por el bien de la República no sólo deben estar alejados, sino abiertamente contrariados con los apetitos populares? ¿Acaso los perfiles de los académicos, favorecidos por el Ejecutivo, no se encontrarían en una ventaja comparativa frente a las propuestas de jueces y legisladores que carecen de la libre disposición del presupuesto público de la Nación?

En México sacar a Palacio Nacional de la organización de los comicios costó décadas de activismo, cientos de detenciones arbitrarias y desapariciones forzadas como para que, de buenas a primeras, la 4T se descare como lo que realmente es: la retrogresión democrática más amenazante de nuestro tiempo. Al respecto, en mi columna de ContraRéplica Puebla, publicada el pasado 31 de marzo, le hacía la siguiente afirmación:

“Increíblemente serán los votos del PRI en San Lázaro aquellos que frenarán la calentura populista de López Obrador. ¿El Revolucionario Institucional salvando la democracia que lo condenó a un rincón en el Congreso? ¡Qué país tan bizarro!”

A siete meses de distancia, hoy no estoy tan seguro de que la bancada del PRI esté a la altura de las circunstancias; el pacto de impunidad con el lopezobradorismo ha trastornado su agenda inmediata. Sin embargo, aún queda una opción sobre la mesa que, de aprobarse, lograría que Morena se perpetuara en el poder sin poner en riesgo el gradualismo construido a lo largo de medio siglo de reformas electorales sistemáticas: la segunda vuelta para elecciones presidenciales.

Convertir el 2024 en un plebiscito sin intermediarios no competitivos –tercera fuerza más votada, en adelante– harían de las urnas un día de campo y una garantía de continuidad para la cuarta transformación.

Increíblemente –para enmendar la cita de mi columna anterior– la segunda vuelta que le permitiría a Morena perpetuarse democráticamente en el poder estaría a un pequeño PRI de distancia.

Por Enrique Huerta