A finales de junio pasado, cuando la senadora Xóchitl Gálvez hacía todo lo posible por buscar la candidatura a Jefa de Gobierno de la Ciudad de México por el Frente Amplio por México, que por entonces era un cúmulo de intenciones en vez de una realidad política contrastable, en el mismo contexto en el que se asomaba la posibilidad de una alternativa ciudadana avalada por la oposición para enfrentar “la maquinaria electoral” de Morena, compartía con usted una reflexión que me permite abordar la infamia del momento: la renuncia de Arturo Zaldívar a la Suprema Corte de Justicia de la Nación y su inmediata incorporación al equipo de campaña de Claudia Sheinbaum.
En mi columna titulada “Tiempo de Oligarcas”, se puede leer lo que sigue:
«Este país atraviesa una crisis profunda de la vida pública que no sólo ha impedido la renovación de la elite del poder, también el surgimiento de figuras ciudadanas de alcance nacional medianamente respetables y confiables. La tragedia resulta contundente pues se expresa a través de una sociedad secuestrada por la partidocracia, presa de un conjunto de sinvergüenzas y canallas que llevan décadas buscando exactamente lo mismo: el poder por el poder político».
Arturo Zaldívar y sus calenturas populistas son un síntoma, uno de tantos, de la enfermedad terminal por la que atraviesa la vida pública. El problema no está en la incorporación de un constitucionalista –otrora respetado–, sino en el atrevimiento de su descaro. La fotografía con Sheinbaum, difundida dos horas después de su renuncia –aún no acreditada por el Senado al cierre de esta edición– hace trizas la autonomía del Poder Judicial al confirmar que un ministro, que presidió el máximo tribunal de la nación, estuvo al servicio de López Obrador en vez de la Constitución.
Ahora comprendo con mayor precisión el peso de las palabras de Andrés Manuel, cuando en abril del 2021 aseguraba, cada vez que la oportunidad lo ameritaba: «queremos que Arturo Zaldívar se quede dos años más en la Suprema Corte para que nos ayude con la reforma judicial». Después de la infamia del “ministro carnal”, nadie podría objetar que en el fondo la 4T sí tiene contenido propio: convertir a la Corte en la oficialía de partes de la Presidencia de México, igualito que en los años dorados del PRI.
Increíblemente en el ocaso de la República todo se ve más claro: los ataques mediáticos a la judicatura federal, la desaparición de los fideicomisos, la puntada del voto directo para la elección de jueces y magistrados, y la campaña del “Plan C” para lograrlo son el conjunto de engranes de un rompecabezas que intenta restaurar el autoritarismo del pasado, basado en la fusión del partido oficial, el Estado y la Constitución.
Ahora sí, que como dicen desde el púlpito de La Mañanera: “fuera máscaras”.
Por Enrique Huerta