De todas las estridencias que han ocurrido, en más de 200 años de vida independiente, al interior del Congreso de la Unión: la primera –y hasta ayer, la única– vez que pleno de la Cámara de Diputados se convirtió en una capilla ardiente fue durante la lejana tarde del 20 de octubre 1970, hace ya 53 años, a propósito de la muerte del ex presidente Lázaro Cárdenas del Río.
Ese magnífico honor que no se le concedió a Benito Juárez o Francisco I. Madero, y mucho menos a Álvaro Obregón, ayer le fue rendido al auténtico priista, perredista pragmático y hasta morenista de ocasión: Porfirio Muñoz Ledo. El mismo personaje que en 2021 salió de San Lázaro tildando de “hipócritas” a sus compañeros de partido para regresar, en 2023, tan inerte como los proyectos que ayudó a construir, entre aplausos de legisladores que cuando no lo repudiaban francamente lo ignoraban.
¿Merecía la deferencia don Porfirio? Depende del cristal con que se mire: 15 años de vida legislativa en las cámaras de la Unión; presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI en 1975 y del PRD en 1993; secretario del Trabajo y Previsión Social de Luis Echeverría que por cierto, este mismo fin de semana cumplió su primer aniversario luctuoso; fue el último candidato presidencial del Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM), declinó a favor de Vicente Fox; cómplice temporal de Cuauhtémoc Cárdenas y hasta de Andrés Manuel López Obrador; crítico feroz de los dos. En resumidas cuentas estamos frente a la trayectoria de un advenedizo que se convirtió, a pesar de todas sus transformaciones, en una piedra angular del sistema político mexicano; quizá ese fue su único talento.
Hace más de dos años, el 28 de abril de 2021 en mi columna titulada “El ocaso de la República”, reflexionaba en torno a una pregunta que hoy merece volver a ser planteada:
«¿Cómo fue posible que toda la sabiduría política de Porfirio Muñoz Ledo, uno de los legisladores profesionales más experimentados de la nación, haya sido incapaz de advertir aquella mañana de 1º de diciembre en San Lázaro, cuando entregó la banda presidencial a López Obrador, que ninguno de los dos eran parte de la consolidación de ningún orden republicano sino, por el contrario, de una transformación que tiene como sello su absoluta extinción?»
Bastaría con escuchar sus últimas entrevistas para darnos cuenta que, desafortunadamente, esa misma pregunta ni si quiera él mismo pudo responderla. Continúa la columna:
«El ocaso vital de Porfirio coincide con el de la República, la misma que la izquierda de 1988 nunca pudo restaurar y, sin embargo, a diferencia de Muñoz Ledo los que aún sobreviven han guardado sepulcral silencio cuando han visto rodar las instituciones de la transición democrática en los callejones del populacho que orgullosamente sostiene una Jefatura Máxima en formación. Valiente transformación».
Que descanse en paz el genio, la figura y la República.
Por Enrique Huerta