Por Enrique Huerta
Una de las costumbres más perniciosas en el discurso mediático de los últimos años ha sido la conversión de alegorías pintorescas en figuras con pretensiones científicas: “violencia política”, por ejemplo. En este caso concurren dos términos incompatibles: toda violencia es instrumental, “muda por definición”; mientras que la política no sólo es el camino a la libertad, sino que es la única alternativa frente a la violencia capaz de privilegiar el acuerdo y la palabra en la solución de controversias. ¿Por qué entonces estos dos conceptos se entremezclaron al grado de la imposibilidad radical de su distinción? Porque vivimos en una era que no conoce política, y este vacío mientras se expande va depredado el espacio público de acción y deliberación para dejar en su sitio un enorme campo de exterminio.
Únicamente bajo este terrible contexto es posible hablar de indicadores que incluyen nociones que no pueden asociarse; tomemos los datos de Etellekt, la consultora de riesgos más consolidada del país:
“Cuando faltan aún seis días para la jornada electoral, el número de agresiones o delitos globales registrados por el Indicador de Violencia Política durante el actual proceso electoral supera ya en 1 por ciento a las 774 agresiones contra políticos registradas durante todo el ciclo electoral 2017-2018”.
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No se ha salvado un solo estado de la Federación: la “violencia política” ha contaminado los procesos electorales en 460 municipios llevando a la tumba –al corte de Etellekt de este lunes- a 89 políticos, 35 de ellos aspirantes a diferentes cargos de representación popular. El escándalo se completa cuando de las 737 agresiones y delitos totales, el 75 por ciento se trataba de aspirantes y candidatos opositores a los gobiernos locales. ¿A qué se debe la complicidad de semejante masacre? La lectura más obvia ha resultado toda una mecánica nacional: los sistemas ilegales han echado raíces de manera paralela a las estructuras gubernamentales, cuando la penetración se institucionaliza se completa la simbiosis entre servidores públicos y criminales; no por nada el Gral. Glen VanHerck, Jefe del Comando Norte de Estados Unidos del Pentágono, reveló un secreto a voces: “el 35 por ciento del territorio mexicano está controlado por organizaciones criminales”.
Desde luego durante las campañas los sicarios no sólo se dedican a lo que normalmente acostumbran, mantener las ganancias que producen el control ilegal de plazas y gobiernos gracias a la diplomacia del AK-47; también optaron por convertirse en el “gran elector”, capaces de quitar de su camino a quien sea necesario para asegurar la perpetuación de sus jefes a través de la injerencia criminal de los procedimientos electorales. Me parece que la pregunta ya es obligada: ¿en una democracia de sicarios, qué posibilidades reales de seguridad tenemos los ciudadanos?