El asedio de la Corte

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“Es un acto de prepotencia y autoritarismo, se atreven a cancelar la ley los ministros de la SCJN, que están al servicio de una minoría rapaz que se dedicó a saquear al país y que quieren regresar por sus fueros, ahora con el apoyo del Poder Judicial”.
Andrés Manuel López Obrador

Muy lejos de la enternecedora ignorancia constitucional de la 4T, de bandas enteras de gobernadores y legisladores sumándose, en una suerte de espíritu de cuerpo, a la voz del tlatoani presidencial; muy lejos de la decadencia –casi escribo esquizofrenia– política del México de nuestro tiempo: a principios de siglo pasado, un debate acaparó la preocupación de un selecto grupo de juristas en occidente, encabezados por Hans Kelsen –el representante icónico del positivismo jurídico–, y Carl Schmitt –el jurista más brillante del realismo político–. La controversia giraba en torno a una simple pregunta: ¿quién debe ser el defensor de la Constitución?

Las soluciones que ambos brindaron a uno de los problemas capitales del siglo XX fueron disonantes, pero ocurrieron en el mismo contexto de la Constitución de Weimar: Kelsen aseguraba que la labor de protección constitucional debía recaer en los parlamentos, en el corazón de la representación política; mientras que Schmitt confiaba en la Jefatura de Estado para semejante misión.

Desde luego, los excesos atroces del Nacionalsocialismo y los equilibrios que arrojó la geopolítica de la Segunda Guerra Mundial, demostraron que Kelsen estaba terriblemente equivocado. ¿Cómo podría defender, la universalidad de la Constitución, una mayoría de representantes populares al servicio de la agenda de un partido político? O dicho en otras palabras: ¿cómo asegurar que una mayoría de representantes, que deben su lealtad a una dirigencia partidista, y que permanecen en el juego de la política gracias al respaldo de los votos populares, no intenten –en representación de esa misma mayoría–, atentar contra los derechos de las minorías?

Todavía más equivocado estaba Schmitt que, al menos en este asunto, puso su sabiduría al servicio de su ideología. ¿Cómo un Jefe de Estado, electo gracias al apoyo mayoritario del electorado, podría preservar la Constitución en un asunto donde los intereses de esa masa que lo soporta estén en riesgo? Si algo nos ha enseñado la historia de los presidencialismos latinoamericanos es que los ejecutivos siempre están dispuestos “a cortarle la cabeza a la Constitución”, antes que perder el bastión político que los soporta.

De esta manera, fundamentándose en la experiencia histórica, el canon del constitucionalismo democrático de occidente confirmó que ni el Congreso ni el Presidente debían ser poderes autorizados para salvaguardar la Constitución; en su lugar, esa tarea la encomendó al único poder que responde a principios aristocráticos y cuya permanencia no está en razón de la complacencia de las urnas, el único con capacidad de resolución colegiada y juicio técnico-especializado; ese poder no puede ser otro más que la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Claramente Morena, desde sus posiciones de privilegio en el Poder Ejecutivo, la Cámara de Diputados y el Senado de la República, no sólo se está aprovechando de la ignorancia de su base electoral, sino invalidando frente a la opinión pública la supremacía de la Corte en asuntos constitucionales. Quizá ahora la pregunta vaya en otro sentido: ¿por qué le conviene al partido de López Obrador abrir la cloaca de una crisis constitucional en México? La respuesta la dejamos para la próxima columna.

Por Enrique Huerta