Por Enrique Huerta
A la luz de la luna, ayudándose de unas cuantas velas y con los tenues destellos de la pantalla de un celular que está a punto de sucumbir ante su recarga, la noche de este lunes los mexicanos de muchos rincones del país se enteraron del accidentado comienzo de la Campaña Nacional de Vacunación para adultos mayores: poco importó la desorganización, presa de la escandalosa improvisación de Correcaminos y Siervos de la Nación; pasaron a segundo plano los testimonios de veteranos molestos por haber esperado hasta seis horas para ser inoculados; quedaron atrás los favores que tuvieron que pedir a sus familiares cercanos –y no tan cercanos– para ser registrados a un sitio web que tardó una semana en operar con normalidad; hasta se comprendió la suspensión de la vacunación por las bajas temperaturas en Tamaulipas y Nuevo León; a nadie le quitó el sueño que las 860 mil 450 dosis de AstraZeneca, que aterrizaron el domingo pasado en suelo nacional, se destinaran a 320 municipios aparentemente marginados y con concentración de pobreza extrema –para no desentonar con la demagogia de cada mañana–, pero desafortunadamente carentes de incidencia contagiosa elevada, alargando la batalla contra el Covid-19 del personal médico en nosocomios públicos y privados de las zonas metropolitanas.
En definitiva, nada de eso importó la noche de ayer y mucho menos importará la de mañana.
Lo único que estaba sobre la mesa, tan reluciente como los destellos de la luna a falta de luz eléctrica y de inversiones oportunas en energías limpias, era lo que ha llevado a este país a soportar el calvario inimaginable que nadie hubiera tolerado con los gobiernos anteriores: el espectro de la ilusión; para algunos esa sombra simboliza el principio de la normalidad anhelada; para otros, el triunfo en una carrera contra reloj, cuyo final no será el Covid-19; para millones –más de la mitad del electorado– el discurso hecho carne de “la cuarta transformación de la vida nacional”, y para todos los demás, la posibilidad de recuperar los términos de la utilidad del día anterior al primer contagio.
¿Cómo entender esta esperanza colectiva? Debo reconocer, a pesar de la pésima vocación de gobierno de Palacio Nacional, que nada antes había preservado las ilusiones de una mayoría vinculante del electorado como el sectarismo de la 4T: México arrancó la semana con sólo el 0.57 por ciento de su población vacunada, y de ese ridículo porcentaje sólo el 14 por ciento ha completado el par de dosis necesarias para la inmunidad deseada, y, sin embargo, hay sentimientos de renovada y esperanzadora tranquilidad en el ciudadano promedio; ¿dígame usted si ese no es un acto digno de la más enternecedora inocencia?
P.D: Mientras tanto, este país ya cuenta con 2 millones de contagios y cerca de 200 mil decesos oficialmente reconocidos. Increíblemente esas cifras, y las que faltan por agregarse –en perfecta tónica con nuestra indolencia colectiva–, se desvanecerán ante la efímera alegría que provocan los rostros de nuestros abuelos después de haber sido vacunados.