Por Enrique Huerta
“¡Me opongo con toda la fuerza y convicción de mi ser,
con todo el esfuerzo memorioso que hemos hecho desde 1988
para instaurar en el país un orden democrático y no una república autoritaria, a este insensato proyecto de violar la Constitución de México!”
Porfirio Muñoz Ledo
Desde hace varios meses, cada vez que la ocasión lo amerita, me he hecho la misma pregunta: ¿cómo fue posible que toda la sabiduría política de Porfirio Muñoz Ledo, uno de los legisladores profesionales más experimentados de la nación, haya sido incapaz de advertir aquella mañana de 1º de diciembre en San Lázaro, cuando entregó la banda presidencial a López Obrador, que ninguno de los dos eran parte de la consolidación de ningún orden republicano sino, por el contrario, de una transformación que tiene como sello su absoluta extinción?
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La República, el gobierno de las leyes por encima de los hombres -como versan todos los tratados políticos de occidente-, se debilita en la medida en que la autocracia penetra en las instituciones sustituyendo la templanza de la norma por el mandato personal infalible; cada mañana, desde el púlpito de palacio, el ritual del oficialismo comienza con el despliegue demagógico más esquizofrénico que la historia de México recuerde; sólo hace falta recurrir a la biblioteca de audios de los últimos días para darnos una idea de la profundidad de la devastación: “que los médicos privados esperen pero que los profesores se vacunen cuanto antes”; “que el pueblo, no el Consejo General del INE y mucho menos la ley, decida si Salgado Macedonio se convierte o no en gobernador de Guerrero”; “que Arturo Zaldívar se quede dos años más en la Suprema Corte para que nos ayude con la reforma judicial”; “los ministros que no nos apoyen serán cómplices de la corrupción”. ¿En verdad este es el país de un solo hombre o tan sólo somos testigos de una república amorosa fallida que terminó en una autocracia populista transitoria?
Aún no tenemos los elementos para responder a esa pregunta. Lo único que por ahora está sobre la mesa es la sorprendente ceguera de un hombre que conoce con tal precisión las tuberías del viejo sistema que coadyuvó en más de una ocasión a la formación de la cloaca que hoy padecemos: la pestilente partidocracia de nuestro presente, la misma que a cambio de sus buenos oficios lo condenó al desprecio y al olvido en diferentes momentos del proceso político. El ocaso vital de Porfirio hoy coincide con el de la República, la misma que la izquierda de 1988 nunca pudo restaurar y, sin embargo, a diferencia de Muñoz Ledo los que aún sobreviven han guardado sepulcral silencio cuando han visto rodar las instituciones de la transición democrática en los callejones del populacho que orgullosamente sostiene una Jefatura Máxima en formación. Valiente transformación.